Sucedía por aquellos años que, al igual que todos los niños, yo necesitaba un héroe que emular, que admirar, que querer, e incluso que adorar e idolatrar. Pero mi padre, tímido entre los tímidos, rígido entre los rígidos, y muy callado entre los mudos, incluso, era cualquier cosa menos un hombre idolatrable. Lo respetaba todo, tanto y tanto, mi papá, que, me consta, les juro que me consta a mí, su eterno y aburridísimo copiloto en un viejo Pontiac siempre impecable, azul marino y lento, que, por temor a pasarse el siguiente semáforo, mi padre era capaz de detenerse incluso en el anterior. Y las únicas curvas que daba bien eran aquellas destinadas a evitar un bache de la avenida Salaverry, tanto de ida como de vuelta de su oficina en el Centro de Lima.
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