17 de diciembre de 2008

Por la desnudez sentenciaba la fiebre
y se agarraba al cuerpo.
Un temblor sacudía cada músculo
y uno aprendía la necesidad de estar a salvo
de recorrerse en cada sueño
cada noche librándose de la lentitud
de los achaques del contagio prematuro.
Uno se sabía escaso,
definía sus fronteras naturales
y distanciaba las demás
para no sospecharse sitiado,
repetido, sin territorio
ni barro en las sandalias,
acostumbrado a calmas prevenidas
y desmembrados señuelos;
y el mundo parecía inmediato.
Uno atravesaba la multitud
limitándose a no contestar
ante las atrocidades de la piel,
a callar sin remedio
para conservar la saliva
y alguna vez confesar
que ya nada merece
una sola palabra.