20 de diciembre de 2010

"Los infinitos" de John Banville













Entre las cosas que creamos para que sirvieran de consuelo, el amanecer da buen resultado. Cuando la oscuridad se desmenuza en el aire como terso y blando hollín y la luz se extiende despacio por el Este todo el género humano, menos sus miembros más desdichados, vuelve a vivir. Los inmortales solemos disfrutar del espectáculo, esa diaria resurrección menor, reunidos en los parapetos de las nubes con la mirada puesta en ellos, nuestras queridas criaturas, mientras se remueven para recibir al nuevo día. Qué mutismo cae entonces sobre nosotros, el triste silencio de nuestra envidia. Muchos siguen durmiendo, desde luego, indiferentes al encantador artificio matutino de nuestra prima Aurora, pero siempre están los insomnes, los inquietos enfermos, los perdidamente enamorados dando vueltas en su cama solitaria, o simplemente los madrugadores, los ajetreados, con sus flexiones de piernas y sus duchas frías y sus maniáticas tacitas de negra ambrosía. Sí, todos los que presencian el alba la saludan con alegría, más o menos, salvo los condenados, por supuesto, para quienes la primera luz será la última sobre la tierra.

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