Siempre me equivoca la respiración
y se me desperraman los brazos
hacia tactos seniles que me pronuncian
en voces de mínima afinidad.
Tiembla sin muerte la quemadura
que obliga, en otra pertenencia,
a perdurar como frontera
de vecindades prudentes.
Así se evapora el miedo,
(porque se desconoce
en los resquicios del prójimo)
y cientos de renuncias se inauguran
en respiraciones incomprensibles
que me sirven para suavizar
el aire envenenado de la espera.