30 de octubre de 2008

Acostumbro a no mirar
detrás de los refugios.
Si una vida tropieza
o si la mano al apretar
resbala por el sudor de la fatiga,
me escondo para no reconocer
la fragilidad de lo humano.

Una ciudad apaga las luces
y cede sus calles
al ambiguo solar que la amenaza.
Un rastro se pierde
entre la bruma madrugadora
y reniega del porvenir que le orienta.

Donde acecha la realidad
se desgobierna el gusto.